Educando Millennials

Vivimos en una sociedad permeada por la tecnología y los medios de comunicación. El siglo XXI es un siglo de globalización y de cambios, cosa que me parece fantástica, siempre y cuando se sepa manejar.

Yo crecí en una época muy tranquila, donde el contacto físico era primordial, teniendo en cuenta que no existían las redes sociales. Jamás supe lo que era sufrir porque no me pusieran un like o un comentario en mi foto de Instagram, ni supe lo que era “dejarme en visto” por WhatsApp, a tan corta edad. Si yo necesitaba hablar con una amiga la llamaba por teléfono fijo, y luego por celular, cuando este por fin se dignó a existir, le escribía una carta en una esquela de Sanrio, o simplemente me veía con ella en el colegio y nos contábamos prácticamente aquello que habíamos vivido o escuchado, pues no teníamos otra manera de enterarnos de la vida del otro.

Con el internet fue lo mismo. Encarta fue mi enciclopedia estrella durante mi vida escolar, esos CD que actuaban como nuestro Google de hoy en día en donde podíamos acceder a información, aunque desafortunadamente limitada. Amo y adoro Google, lo uso bastante y me fascina mantenerme informada, sin embargo, siento que antes leíamos más, preguntábamos más, hablábamos más con nuestros padres y abuelos para obtener la información que queríamos y así lográbamos culturizarnos. Hoy, solo basta con un simple click y unas cuantas palabras para enterarnos de todo.

El juego también jugó un papel fundamental en mi infancia, pues a la hora del recreo jugábamos a la peregrina, hablábamos entre nosotros y hacíamos deporte. Hoy, los jóvenes sacan sus dispositivos y llegan a ignorar a todo el que esté alrededor por estar sumergidos en las redes, perdiendo así la magia del contacto físico.

La década de los 90 fue tan distinta, que cuando por fin existió el celular y el internet, en mi casa por lo menos, solo había un computador para acceder a él y debía compartirlo con mi hermano mayor (ya se podrán imaginar quién lo utilizaba más). Todo era compartido, pues nos enseñaban desde pequeños a valorar cada cosa nueva que este mundo globalizado traía para nosotros. Hoy en día, siento que aun cuando las personas no pueden vivir sin las redes sociales, los computadores, el wifi, entre otros, se valora poco el esfuerzo globalizante.

Puedo ver cómo los adolescentes sufren por la falta de un like, por el bullying cibernético, por no poder viajar durante el verano y subir la foto a Instagram, por no estar incluidos en un grupo de WhatsApp, y así, puedo continuar hasta llegar a una larga lista de episodios incomprensibles, pero reales para esta era millennial.

Lo anterior no es una crítica. Confieso que me hubiese encantado disfrutar de Facebook, de Instagram, de Snapchat y de muchas redes más antes de mis 18 años, sin embargo, siento que las personas que nacieron en mi época y anterior a ella, sabemos valorar un poco más las pequeñas cosas de la vida. Pues no tuvimos ni crecimos con toda la tecnología, no porque nuestros padres no nos la quisieran dar, sino porque no existía, y crecimos bajo el régimen de las normas escolares, que, en mi caso, eran hasta más exigentes que las de mi propia casa y si tenía fiebre, pues con fiebre iba al colegio, porque le educación iba primero (¡vaya madre la mía! Y hoy, se lo agradezco más que nunca).

Me sorprende cómo muchos padres de familia discuten sobre el porqué de tanta depresión en los niños, altos niveles de ansiedad, baja tolerancia a la frustración, entre otros, y yo me pregunto, ¿se debe culpar a las redes sociales? Creo que no se trata de culpa, pues considero que todo tiene relación en mayor o menor medida. No podemos decir que en mi época no existía la depresión en niños porque no había redes sociales porque este argumento sería completamente falso. Sin embargo, el motivo por el cual existe tal depresión, sí está altamente relacionado con ellas.

Lo cierto es que algunos padres actualmente le celebran todo a sus hijos, quieren ser sus mejores amigos desde que son pequeños, quieren que ellos duerman en sus camas hasta edades avanzadas para protegerlos, no quieren verlos sufrir y por ende no los dejan frustrarse. Confían en todo lo que dicen las redes sociales sobre la educación nueva y millennial, y creen que las redes sociales son ese fin que justifica los medios para que sus hijos encajen dentro de la sociedad.

Sin duda, estos padres están dando todo de sí para darle lo mejor a sus hijos; eso lo aplaudo y lo comparto, pues no existe tal cosa como una madre o un padre bueno ni uno malo (para mi existen los buenos y lo que llamarían malos, yo prefiero llamarlos enfermos, en otra oportunidad les puedo ampliar esta afirmación) y está claro que lo que intentan es proteger a sus hijos a toda costa y evitar que su historia, en caso de ser negativa, se repita.

Sin embargo, es importante tener en cuenta todas las teorías y corrientes que nacieron hace ya muchos años, lejos de este siglo XXI globalizado. Pues la mente humana ha existido desde hace centenares de años y aun cuando se haya desarrollado debido a la globalización, sigue siendo una mente moldeable, flexible, cambiante y una que se va a consolidar dependiendo de todo lo vivido durante la infancia.

Así como existen los premios, debe existir el castigo; así como existen los permisos, deben existir las reglas, pues toda sociedad se basa en normas que debemos seguir desde que nacemos. Algunas nos gustan, otras no, pues siempre habrá un malestar en la cultura y de igual forma, habrá que respetarla.

Si un niño comete un error, lo correcto es enseñarlo y corregirlo, pues desde pequeños deben aprender a ganar y a perder. Algunos padres hoy tienen pánico de ver a sus hijos perder y por eso llegan a consulta desesperados porque el niño tiene baja tolerancia a la frustración y no logran entender su causa. Mientras el colegio los castiga por su bajo rendimiento o mal comportamiento, ellos se lo celebran en casa.

Otra preocupación muy común que vemos en consulta, son los altos niveles de ansiedad que manejan niños de muy corta edad, debido a que existen algunos padres que le tienen pavor a sus hijos, prefieren comer, tomar, hacer y decir lo que ellos digan antes de imponerles una norma. Cuando crecen, estos son los niños que se quieren comer el mundo, pero no de la manera más sana. Son adultos que crecen sin saber lo que es perder, sin saber lo que es caerse y levantarse, sin saber afrontar una adversidad; dependientes, ansiosos, obsesivos, narcisistas y/o en ocasiones, depresivos.

La educación de los hijos no es trabajo fácil, algunos dirán que es muy sencillo hablar de ello y no hacerlo y les doy toda la razón. Pero lo que sí es cierto es que siendo personas que nacieron en el siglo XX, no se pueden dejar amenazar por la globalización de este nuevo siglo.

No se trata entonces de negar los beneficios que trae la modernidad, sino utilizarlos a nuestro favor y combinarlos con la sabiduría del siglo pasado, para así lograr un balance que nos ayude a educar personas con mejor salud mental y con menos problemas que suelen sonar sencillos, pero que, en ocasiones, pueden acabar con la vida de una persona.